Participo en el Volumen 37 de la revista literaria Episkaia con el relato «Receta para endulzar aceitunas en Arcadia», que podéis leer a continuación.
Para endulzar aceitunas no hace falta una tina de barro como las de nuestras abuelas: basta con un recipiente hondo, tan grande como la cantidad de aceitunas que vayas a aliñar. Lo normal suele ser utilizar cubos. Tiene que ser grande. Nunca de aluminio.
La huerta medía, mide, unas dos hectáreas.
Los tres olivos dan sombra a la casa por un lado, nunca tuve claro si el lado norte o el lado este. El monte siempre fue arriba, el valle abajo, camino de Madrid, del invierno. Se bajaba al pueblo y se subía al monte, no era algo que me pasara sólo a mí.
De las suertes de olivo que heredara mi abuela quedan esas tres plantas. Los dos olivares los pudimos vender, el de la Raña y el del Torilejo, a uno del pueblo que yo no conozco, el único que negoció justamente, al contrario que el gordo aquel, una Nochebuena, que le dijo a mi abuela que estaba dispuesto a hacernos el favor de cogérnoslos, porque no valían un chavo pero así nos los quitábamos de en medio. Mis abuelos habían emigrado a Madrid, para abajo, como otros habían tirado para Barcelona, para arriba. Y los que se quedaron compraban tierras casi regaladas para explotar según lo que dijera Bruselas cada año.
La aceituna manzanilla es redonda y pequeña, de tono verde claro. La picual es alargada y termina en un garfio minúsculo que le da nombre. La primera se endulza y la segunda se hace aceite, pero ambas se pueden comer. También de la manzanilla se hace aceite, muy suave, de tonalidades doradas.
Cogimos dos cubos de aceitunas y unas nueces, y un repollo. Entré en la casa para llevarme el molinillo de café. Ni una humedad. Con la cantidad de años que te calaba hasta la punta de los pies ya en pleno mayo. Ni una mancha, ni un ramalazo de frío a primeros de noviembre. A buenas horas.
Hacía veinte años justos que el nogal se había rajado y se había venido abajo. Lo había plantado mi tatarabuelo. Vino un ingeniero técnico agrícola a curarlo con tintura y unos vendajes, pero al verano le dio por llover y el árbol se murió. Tardamos varios años en talarlo porque era un maderal enorme y había que hacerle sitio, y podarlo para que no se venciera sobre la casa de mi tía. Y puestos a tener mala suerte, seguro que se habría caído cuando ella no estaba. El caso es que quedó un solar junto al soto y todo parecía más ancho, y los árboles de alrededor, unas higueras y un ciruelo, algo más grandes.
El granado se había secado.
No ladraba ningún perro al paso del coche.
Hay quien maja o corta las aceitunas. En cualquier caso, las ponemos en el barreño, las cubrimos con agua y las dejamos reposar 24 horas. Volvemos a cubrirlas con agua y a dejarlas reposar otras 24 horas, y así sucesivamente hasta que pierdan el amargor.
Si se aliña con sosa, elige aceitunas gordales o picuales enteras y estarán listas con dos cambios de agua y unos 200 gramos de sosa por cada cinco kilos. Necesitarás un lugar seco que facilite los cambios. Recuerda que la sosa cáustica es muy corrosiva y puede producir quemaduras en la piel y en la ropa.
El mochuelo no llegó a posarse en la teja, pero estaba por allí. Le oíamos ulular todas las noches. Había nidos de cientos de pájaros, tantos como formas había de matarlos. Perdiz y paloma torcaz con arroz o patatas. Pájaros fritos que nadie comía porque no tienen sabor y apenas carne. Pájaros tiroteados por comer fruta, ahogados por hacer nidos, mutilados por cagar la ropa tendida. Grajos colgados boca abajo por las patas, en el laurel, delante de la casa, como disuasión, para disuadir a los grajos de ser grajos. Perros ahorcados en los alcornoques del cercón, junto al carreteril. Perros atados por el cuello en medio del monte como la Leona, demasiado vieja para seguir al rebaño o parir. Una mastina enorme que era tan alta como yo a mis cinco años, babosa y famosa por haber salvado la vida del Baltilla, el hijo de su amo que se perdió en el soto cuando todavía iba a gatas, y al que ella y el Moro dieron calor y protección toda la noche. En honor a aquello, Baltasar no la ahorcó sino que la dejó en el monte atada a un chaparro, por pena.
Subí la vereda de la presa de riego y llegué al huerto del Legiones, el dueño del Moro, el otro perro salvavidas, al que cuidó orgulloso en su casa, ya viejo, hasta que se lo mató un vecino. Legiones era un tipo enjuto y gracioso, con una hija subnormal que estrenaba un vestido todas las fiestas y trabajaba en el campo y salía y entraba de su casa cuando le daba la gana. Era un hortelano desastroso. Vi que sus sobrinos habían arado otra vez la huerta: les pillaron plantando marihuana y estuvieron un tiempo sin aparecer. Mi perro había pasado de comerse los tallos, no le gustaban para purgarse.
Si aliñas con sal tendrás que repetir este proceso de lavado durante diez o quince días hasta que se quita el amargor. Eso se comprueba mordiendo una. Después se reparten en tarros de cristal, nunca de plástico: añadimos unos ajos majados, una rama de hinojo, unas ramas de tomillo, corteza de naranja y sal. Cubrimos la mezcla con agua limpia y la dejamos en un lugar seco durante una semana: cuantos más días pasen, más sabor cogerán las aceitunas.
Mi tía llevaba dos semanas con el queso encargado y dos días con las tumbas limpias. Aun así las volvimos a fregar, para no deslucir ante las otras mujeres que se afanaban con los delantales y los cubos. Mandiles de colores chillones encima del luto o del medio luto. El luto no se rige por códigos de tiempo sino de espacio: se lleva luto en el cementerio, en el pueblo si se va para Los Santos. En fiestas medio luto. Llevas luto si has nacido en el pueblo. No lo llevas si naciste en Madrid o Barcelona, ni siquiera si te volviste como mis dos primas, que encontraron trabajo y marido en el pueblo. El luto tampoco es cosa únicamente de mujeres. Luto llevó mi bisabuelo hasta que se murió, luto llevó Félix por Baltasar, que años después de dejar a la perra en el monte salvó él mismo la vida al hijo de otro. Baltasar murió solo. La Tomasa no entraba en la habitación, por pena, y las hijas tampoco. Félix tampoco fue a verle, por pena, y porque una cosa era salvarle el hijo y otra llevarse el agua del riego, que le había estado robando (a él, a nosotros, a todo el valle) desde que puso huerta. Robaba el agua para producir doble y que otros produjeran medio, y vender antes la hortaliza.
Comimos en la cocina. Mi tía nos había hecho paella.
Mi padre le arregló a mi tía el temporizador de los goteros, y subió a buscar a mis tíos mayores con el coche. Lloramos a mi perro, y miramos las fotos que mi madre traía para regalarle. Mi tía tiene una foto de mi orla. Dice que soy artista. Su perro murió antes, ciego ya, le cuidaba yo en las siestas en vela. Dormían todos menos el Cobi y yo, que éramos los pequeños. Se murió mi perro y se murió el Cobi años antes. Y las dos perras de Heliodoro, otra generación de perros que no servían para nada y por eso vivían mejor que los perros de diez años antes. Como la burra de Heliodoro que también murió de vieja. Animales que se jubilaban junto a sus amos, y que sorprendían a los veraneantes por su senectud.
Mi tío llevaba muerto tres años, un cáncer de pulmón que confundieron con una contractura, pero mi tía disfrutaba de la casa nueva, las vistas del monte de la Morra y la distancia perfecta para estar en el pueblo sin tener que vivir en él. La casa de mis tíos era nueva, en la parte de abajo, después de partir y vender la otra donde habían nacido ellos y antes su madre y mi abuela, que eran hermanas, y su padre antes que ellas. Aun así es una de esas cocinas de pueblo, lo bastante grande para que quepa una despensa y una paella para seis personas.
Algunas aceitunas tardan más que otras en endulzar. El secreto es como todo en la cocina: tiempo y paciencia. Lavarlas una y otra vez hasta que estén en su punto justo.
Desde arriba del patio se ven los montes y se oye a las gallinas de la vecina, una quesera joven. En el pueblo hay colegio y niños, y por ser Los Santos tenían fiesta y jugaban en la calle después de comer: todavía no hace frío.
El café estaba como la paella y la cafetera era italiana, de las de dos piezas. Toda la casa olía a café.
Hablamos de mis otros tíos, de mis primos de Barcelona y de Valencia. Escuché los primeros problemas de la adolescencia de mis sobrinas: tengo sobrinas que pasan el verano en la misma habitación donde yo pasaba las fiestas. A una de ellas mis otros primos la llaman rarita y murmuran, y mi tía, que dice que será artista, me preguntó por mi marido mientras me ponía otro plato de paella que me zampé a la vez que critiqué a mis primos por chismosos, manda cojones, y a mi tía Pepi que me hizo andar descalza por el monte y mataba a los gatos. Y me quedé a gusto e hinchada, y comí café con roscos, porque en el pueblo nunca se han estilado los buñuelos ni los huesos de santo.
Oí que mi prima Maite había dejado a su marido y a un hijo discapacitado y se había enrollado con un tío de Valencia, y no tenía la menor intención de volver a buscar al chaval. Y que mi tío Pedro, que era un santo, había hecho abortar a mi tía Angelita de una paliza que le dio.
- Así que queréis vender la huerta – le dijeron a mi madre.
- Sí, ya estamos mayores, y los chicos no vienen… No les gusta esto.
Mi tío Julián me pasó el plato de los roscos.
- Pero ¿cómo no te gusta esto? Ahora que dices que quieres tener familia, qué les vas a contar de cuando eras pequeña, de tus abuelos, que sepan de dónde viene la fruta, y las aceitunas, y los pájaros… ¡anda que no hay variedad de pájaros!
A los pájaros los recuerdo. Los recuerdo a todos.
Mi tía no nos pudo dar las aceitunas porque todavía no habían perdido el amargor.